Los vagones están completos. Evidencia. Negarlo antes de
subir al tren sería no reconocer la idiosincrasia de este pueblo. Pero la
amabilidad de su gente anula toda incomodidad logística. La amabilidad de su
gente, aunque de ella descrean los del Norte.
En el pasillo del tren nos amontonamos, hacinados, aunque
cómodos entre esta gente. Descansamos los pies y los esguinces. Todos y cada
uno de los perfiles del marroquí medio nos rodean. Un enjambre de niños
mellados por heridas y arañazos, con camisetas y bermudas heredadas de hermanos
y vecinos mayores, de chanclas reutilizadas y casi sin suela, juguetean
inocentemente con nosotros; con la otredad, con lo exótico. Bajo el sol
insolente, interiorizando la necesidad de la transpiración pública para
afrontar las inclemencias estivales, me dejo caer lánguidamente. El mundo pasa
fuera, frente a mí, sobre una cadena de montaje. Mi frente chorrea mientras
sonrío a una mujer enfundada en negro. ¿Qué es lo otro, mi vergüenza o su
cueva?
Las mujeres ocultan a primera vista lo que la religión les
prohibe mostrar; los instintos femeninos, la naturalidad, el desparpajo. La
cultura puede transformar al ser en contra de su propia naturaleza; arriba o abajo,
sin hablar de hemisferios o cartografías. La cultura puede reducir las
funciones de la mujer a las puramente reproductoras y serviles, a las de la
crianza y la labor doméstica. Las mujeres aquí, rehuyen, por desconfianza, todo
contacto con el desconocido; como en cualquier interior de cualquier país;
tratando de pasar desapercibidas, volviéndose neutras, invisibles en sus
movimientos siempre con destino práctico. Y si aún así, con la puerilidad y
superioridad absurda, del turista y el extranjero, invades su invisibilidad, si
por ignorancia o necesidad, abordas su incomunicación, su asepsia; surge
entonces el humano que rompe con las imposiciones y convenciones, mostrándose
tal cual es, receptivo, solícito, hospitalario… cálido. Y hay, como debe, una nueva
generación; y hay, como debe, gente de otra galaxia, como Nadia.
Cómo ponerme a la altura de la generosidad de Nadia. Esa
inferioridad me compleja. De estas pequeñas injusticias, de estos
insignificantes desequilibrios surgen las iniquidades históricas, las que
convierten a seres humanos en enemigos de otros, sin rostro, meros números.
Nadia basa las relaciones en la confianza y la solidaridad, en una entrega
incondicional sin pretender réditos o beneficios. ¿Pero acaso existe un
beneficio mayor para alguien, que sentirse querido y respetado, admirado por
quien ha ayudado? Muestras como las de Nadia no paran de darle la razón a
Rousseau.
El tabaco sabe igual en Casablanca.
La casa de Nadia está dispuesta como una acumulación de
módulos superpuestos de pared de cemento y estructura desnuda de hormigón,
salteados al azar y circunvalando un patio central que no sólo atraen los
olores de las especias y el tajin de las cocinas, sino también las notas de la
música que nunca parece dormir.
La casa posee un único dormitorio, cubierto en casi todo su
espacio por una cama casi cuadrada de colchón endurecido y estantería vista,
adornada en el frontal por un mueble cabecero. El resto del inmueble se pierde
en zaguán, salita, salón y cocina exterior. Todo parece construido para la
exaltación y rito comunal, para fomentar puntos de encuentro comunitarios y
relegar las estancias privadas o espacios de individualidad.
Mientras la música sigue invadiendo la atmófera, como si no
acudiera de ninguna parte concreta y fuera un velo que todo lo cubre, allá
arriba se viste una luna llena con siete velos, baja y fogosamente iluminada,
mientras bajo nuestros pies se esconden bandadas de mosquitos, un par de gatos
juguetones, pláticas incomprensibles, ladridos vecinos, vidas, aromas,
palabras, melodías… Ritos comunitarios, como dádivas entregadas sin precio al
vecino.
Aquel paisaje poco o nada se diferenciaba de cualquier otra
playa. Las playas, en sí, son iguales unas de otras. La diferencia, por
supuesto, estaba en los puntos móviles que negaban la continuidad del amarillo
y la arena.
Hoy hemos ido al campo de trabajo. Un orfanato fatalmente
organizado y mantenido gracias al buen hacer de los voluntarios. Allí me he
olvidado de la carga que llevo sobre mi espalda y sostienen mis ligamentos. Los
niños y yo llegamos a un acuerdo; hoy no había olvido, ni abandono, ni soledad.
Hoy nos entregamos a una exigua felicidad, implicados con el presente, dejando
atrás las verdades coloniales y de saqueo occidental a su pueblo. Yo soy
culpable, por mucho que acuda a devolverles unas pocas migajas.
Me siento bien, casi hasta el punto de ponerme a llorar, con
todos estos niños chillones a mi alrededor, revoloteando a mi lado,
devolviéndome todo lo que se pierde sin darse cuenta por tener demasiado rotos
los bolsillos. Les debemos mil sacrificios; sería injusto no reconocerlo. Pero
el reconocerlo sólo, tampoco mejora nada.
Día intenso de empaparse de Marruecos. Qué importan cuatro
mensajes de eficiencia y productividad frente a lo puro. Cuscús y harira con
las manos, como debemos a la integración, de la manera de la que la pulcritud
del norte reniega por su pudoroso rechazo al contacto aristócrata con el
alimento. Buñuel en el Fantasma de la libertad…
La bondad de Nadia, su hospitalidad, su constante entrega
por una causa que no sólo desconoce sino que en caso de conocerla le resultaría
completamente ajena, resulta impagable. La imagen de las ciudades y de los
países se construye únicamente de personas.
Es la una, me fumo al fresco, solo, bajo el manto negro, el
último pitillo de liar, como terapia de introspección antes de dejarme caer
rendido a la cama y tratar de recuperar mínimamente los ligamentos. Hoy se ha
llenado de sonrisas y vida, del pequeño Zidane, de ma petite fille Dunia con
los ojos más expresivos del Magreb; mi niña bailadora a la que me llevaría a
España para tratar de devolverle algo, poco, de aquello que la puta vida le ha
arrebatado. Cada niño esconde una historia infame, una catástrofe, un dolor y
una ausencia, cuando no decenas. Milagro de superación, cicatriz de melancolía
impregnada en sus pupilas pero superada por la alegría que aún mantienen y por
las nuevas ilusiones que les nacen cada día.
Los ojos enormes, azabaches de Dunia, sintetizan los del
mundo. Me entrego a ellos, en penitencia, me río con ellos sin conocer ni una
palabra en árabe, bailo con ellos, hago el payaso, los abrazo, les regalo lo
que tengo, el alma incluida, les devuelvo una mínima parte de todo lo que me
están enseñando.
Ciertas cosas de la organización del campo resultan
negligentes, caóticas, en todo caso ineficientes. Caminatas innecesarias que
destrozan mis esguinces, perdidas de tiempo, poca distribución de tareas.
Sentado en el alcorque de una palmera frente al Ayuntamiento, donde se me ha
impedido el paso al interior por vestir pantalones cortos, mientras esperamos a
que nos sean entregadas dos palas y un pico, pasa la mañana.
Recuerdo un comentario que Sadia me hizo hace un par de
años, “en apenas una hora, ahí mismo, teniendo sólo que girar el cuello, sin
solución de continuidad, se abre otro mundo”. Distinto, extraño, opresivo para
muchos que llevan su losa cual Sísifo sobre el sari; otro…
No sólo son los ojos de Dunia los que concentran toda la
tristeza del mundo; en los de Yashim, por ejemplo, podría uno sumergirse en la
mayor de las soledades, en amarguras indescriptibles, en desolaciones,
abandonos y penas; y hoy, en un refugio.
Hoy trajo derrotas. La más importante la del adiós de los
niños a sus ciudades, a sus rutinas de huérfano, al recuerdo de su dolor que
estos días trataron de sortear. Sus rostros llorosos en la despedida,
inocentes, sus ojos que concentran toda la tristeza del mundo. Dudan que se
repita; pero les quedan muchas felicidades aún. Los ojos de Dunia son los ojos
del mundo. Aprendamos de esa desolación escondida y de su forma de afrontar el
infierno. Sus bailes, genuflexiones, palmas y carreras, sus múltiples fórmulas
de agradecerte a cada minuto lo poco que haces por ellos. Hanna, Yasir,
Mohamed, Guarda. Para vosotros todo lo que antes se os extravió. Seres que aún
no habéis contraído los vicios de los mayores.
“El que mira” se ha sentado a mi lado. Nos hemos sonreído
antes de continuar con nuestras rutinas. Yo, leer. Él, mirar como leo. Sin
ninguna intención de hablar, porque no tendríamos idioma en común, me acompaña.
No existen las dificultades comunicacionales. Compartimos con el resto de
voluntarios tres o cuatro expresiones mal aprendidas, pero no importa.Nos hemos
dicho todo lo necesario, nos conocemos, nos respetamos, no nos hemos guardado
ninguna sonrisa pero tampoco hemos regalado gratuitamente ni una sola.
Son las 06.30, y me aplasta contra el incómodo asiento de
cuero una lágrima que reprimo mediante un cordón más disuasorio que efectivo.
Me hunde la melancolía por dar la espalda al quiebro de rutina, al
descubrimiento continuo, a la experimentación de nuevas sensaciones, tactos,
olores. Descubrir…
El Jadida, Marruecos, julio de 2007
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